sábado, 2 de marzo de 2013

El desastre de la Armada Invencible (1588)


                                
       
          El 20 de mayo de 1588, tras varios meses de preparativos, partía desde Lisboa la Armada española hacia Inglaterra. Mientras las naves iniciaban la travesía, cientos de personas aclamaban a los marineros que acababan de embarcarse en la que resultaría ser una misión imposible. El inicio no fue sino un mal presagio, un avance de lo que sucedería después. En efecto, cuando aún podía distinguirse el contorno de las costas de España, la expedición fue sorprendida por una espectacular tormenta, provocando graves desperfectos en algunos de los barcos, haciéndose necesario que la Armada buscara refugio en los puertos de Vizcaya y Galicia. El inicio de las operaciones, por tanto, tuvo que retrasarse.
         Dos meses después, el 19 de julio, varios capitanes ingleses de gran prestigio se entretenían jugando a los bolos en Plymouth. Se trataba de Francis Drake, John Hawkins y Martin Frobisher, a los que acompañaba el Alto Almirante de Inglaterra, lord Howard de Effingham. La serenidad de los ingleses en los momentos previos del inevitable enfrentamiento con la Armada española parecía ser, en este caso, el signo evidente de un buen augurio. Ciertamente, tan confiados parecían estar que, cuando ese mismo día, mientras celebraban la partida de bolos, les llegó la noticia del avistamiento de un barco español, Drake dijo que no había por qué suspender la competición, pues tendrían tiempo de sobra para hacer frente al enemigo.
         Antes de comenzar el relato de los hechos de armas, conviene hacer un análisis de la situación en la que se encontraban los dos países enemigos en aquellos años, así como de las causas que llevaron al monarca español, Felipe II, a tomar la decisión de aventurarse en tan arriesgada empresa.
    
Felipe II de España
         En primer lugar, debemos señalar que, en el momento en el que Felipe II e Isabel I comienzan a reinar, la relación entre ambos países era amistosa. Recordemos que Felipe II había sido rey consorte de Inglaterra entre 1554 y 1558, los años que estuvo casado con su tía, María Tudor. Este matrimonio, como tantos otros de los celebrados entre la realeza de aquella época, no había sido, ni mucho menos, por amor, sino que respondía al interés del todavía rey de España Carlos I, en lograr una posible unión en el futuro entre ambas monarquías. De esta manera, en el caso de cumplirse su plan, Inglaterra y los Países Bajos hubieran fortalecido la posición de la monarquía hispánica en el norte de Europa y, además, ambos territorios nórdicos podrían haberse mantenido libres del "azote" protestante. Tras la muerte de María Tudor, Felipe II vio cómo se iban al traste los planes trazados con respecto a Inglaterra. Sin embargo, en 1559, sorprendentemente, le propuso el matrimonio a la nueva reina de Inglaterra, Isabel I.
Isabel I de Inglaterra

    Hoy día nos resulta difícil comprender cómo pudo ser posible que Felipe II, el gran defensor de la fe católica, en un momento de su vida en el que ya había alcanzado la madurez -tenía 32 años-, intentara casarse con Isabel I, anglicana convencida. Las razones pudieron ser varias, siempre partiendo de la base de que el monarca español continuaba con la idea de la unión dinástica entre los dos países. Así, no podemos descartar que, una vez casado con Isabel, habría podido "reconducir" a ésta por el camino de la fe católica, salvando a Inglaterra de la "epidemia" protestante que se extendía
peligrosamente por Europa.


         María Estuardo
         Pero, por encima de todo, su propuesta matrimonial tuvo que ver con otra de las figuras más interesantes de la época, que será protagonista de otro artículo de este blog: María Estuardo. Prima segunda de Isabel I, era reina de Escocia y, desde 1558, reina también de Francia, tras su boda con Francisco II. María Estuardo, sobrina-nieta de Enrique VIII y biznieta de Enrique VII, era vista por los católicos ingleses como su legítima reina, puesto que, para ellos, Isabel era hija ilegítima de Enrique VIII. El temor de Felipe II era que los católicos ingleses pudieran sentar en el trono de Inglaterra a María Estuardo y que, si tenía descendencia con Francisco II, pudieran unificarse algún día Inglaterra, Francia, Escocia e Irlanda...Demasiado para aquel que quiso llevarse la gloria de ser el rey al que nadie pudo hacerle sombra en Europa. Por este motivo -y a pesar de que Isabel I rechazó su petición de matrimonio-, Felipe II prefirió apoyar a Isabel y hacer todo lo posible para que María Estuardo no ocupara el trono de Inglaterra. La amistad entre España e Inglaterra duró hasta 1570, año en el que Isabel I fue excomulgada por el Papa Pío V. También, por aquel entonces, la Reina Virgen comenzó a ayudar a los rebeldes de los Países Bajos y los ataques de los piratas ingleses a los barcos españoles cada vez eran más frecuentes. Además, desde 1568, Isabel tenía como prisionera a María Estuardo, que se había refugiado en Inglaterra después de abdicar como reina de Escocia. Tras estos hechos, Felipe II comenzó a utilizar a María Estuardo como un factor de conspiración contra Isabel I.
         En este pulso que se acababa de iniciar, a primera vista, quien parecía tener una gran ventaja era España, que se encontraba, por entonces, en su momento álgido de poder, y que contaba con un ejército y unas fuerzas navales capaces de seguir conquistando y hacer aún más extensos los dominios sobre los que gobernaba de forma incontestable el monarca más poderoso de aquellos tiempos. No es de extrañar, por tanto, que Isabel I le tuviera un miedo atroz a España, a su poderoso ejército -el de los famosos tercios- y a su gran Armada, la más numerosa y mejor equipada de Europa. Con semejantes cartas de presentación, Felipe II podía sentirse seguro. Por el contrario, cuando Isabel I comienza a reinar, el futuro de Inglaterra es una incógnita. En efecto, ante la nueva reina se presentaba un horizonte nada esperanzador, dominado por las luchas religiosas, la decepción, desde finales del reinado de María Tudor, por la pérdida de Calais, última posesión que le quedaba a los ingleses en Francia y, como ya se ha dicho antes, por la falta de unanimidad entre el pueblo acerca de la legitimidad de Isabel, pues, para los católicos, era María Estuardo quien debía poseer la corona de Inglaterra. En los años posteriores a 1570, los dos reyes más poderosos de Europa terminaron convirtiéndose en los peores enemigos.
         La idea de invadir la gran isla, sin embargo, no era nueva. Felipe II había tenido varias propuestas, años atrás, por parte del duque de Alba y de don Juan de Austria, ambos con objetivos distintos; el primero quería acabar con el protestantismo y, el segundo, soñaba con ocupar el trono de Inglaterra. Por otro lado, las repetidas conspiraciones contra Isabel I, provocaron la expulsión del embajador español, Bernardino de Mendoza, en 1584. Desde ese momento, puede considerarse que, de forma implícita, quedó declarada la guerra entre ambos países, aunque las acciones militares tardarían unos años en llegar, pues los preparativos para semejante empresa debían hacerse con todo detalle, como opinaba don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Para este insigne marino, la precipitación podría ser lo peor para los intereses de España. El rey, por el contrario, quería que se aceleraran los preparativos. Además, Felipe II contaba con el apoyo del Papa, Sixto V, al que convenció del carácter exclusivamente religioso que tenía su misión. Por este motivo, y para legitimar la acción de España, Sixto V renovó la excomunión promulgada contra Isabel I, años atrás, por Pío V.

El marqués de Santa Cruz
         Finalmente, lo que hizo que los acontecimientos se precipitaran fue la ejecución de María Estuardo, ordenada por Isabel I, en febrero de 1587. Felipe II no podía esperar más. Había llegado el momento de la invasión de Inglaterra. Desde entonces, ya no hacía falta que el monarca de El Escorial siguiera jugando al despiste para ocultar sus intenciones, puesto que ya tenía la excusa perfecta que necesitaba para llevar a cabo su meditado plan. Y, como no podía ser de otra manera, desde un principio dio órdenes directas a sus subordinados sobre la estrategia que debía seguirse, no dudando en mostrar su desacuerdo con los dos hombres asignados para dirigir la operación: el ya nombrado marqués de Santa Cruz y Alejandro Farnesio, duque de Parma. Las disensiones comenzaron desde que se iniciaron los preparativos. Ya entonces, el gran Almirante de la Armada española, el marqués de Santa Cruz, era de la opinión de que, si se quería contar con garantías de éxito, la flota debía estar formada por 550 barcos y 30.000 marineros y que el ejército tenía que estar constituido por 60.000 soldados, además de unos 2.000 caballos. Estas cifras le parecieron excesivas al Rey Prudente, quien no estaba dispuesto a desembolsar la cantidad de dinero que dicho esfuerzo exigía, ni tampoco podía esperar demasiado tiempo, pues la impaciencia le empujaba a dar la orden de empezar cuanto antes la acción. El plan de Felipe II constaba de dos partes: por un lado, debían equiparse los barcos en España y Portugal mientras que, por su parte, Alejandro Farnesio preparaba en Flandes las tropas de desembarco. El principal desacuerdo se produjo porque, tanto Álvaro de Bazán como Alejandro Farnesio, eran partidarios de terminar la guerra con los holandeses rebeldes o, por lo menos, hacerse con algunos puertos del norte de los Países Bajos, por si necesitaban refugiarse del enemigo o de alguna tormenta fuerte. Sin embargo, el rey hizo caso omiso a los consejos de ambos hombres de guerra, y dispuso que no se podía demorar por más tiempo la partida de la Armada.
                            Sir Francis Drake
         Así pues, y tan rápido como las circunstancias lo permitían, el marqués de Santa Cruz iba reuniendo en Lisboa los barcos que ya estaban listos para la expedición. A su vez, Alejandro Farnesio logró convocar hasta 25.000 hombres en las costas de los Países Bajos. La mayoría de ellos eran soldados veteranos y, por tanto, con mucha experiencia, procedentes de los distintos estados de la monarquía hispánica. Por supuesto, la actividad frenética en algunos puertos españoles y la concentración de barcos en Lisboa no pasó desapercibida para los ingleses, quienes comenzaron a sospechar acerca de la posibilidad de un ataque, aunque los diplomáticos españoles, para despistar, aclararon en las distintas Cortes europeas que semejantes efectivos estaban destinados a realizar nuevas misiones de conquista en América, o que el rey de España había decidido realizar un último esfuerzo para acabar con la Rebelión de los Países Bajos.
Los ingleses, lógicamente, no mordieron el anzuelo lanzado por los embajadores españoles y la reina Isabel, temerosa por una posible represalia tras la ejecución de María Estuardo, ordenó a Francis Drake, en abril de 1587, que se dirigiera a España para ver qué se estaba tramando allí. El corsario inglés protagonizó el saqueo del puerto de Cádiz, uno de los hechos más dolorosos para Felipe II. El mismo Drake escribió después: "Hundimos un barco vizcaíno de 1.200 toneladas, incendiamos otro de 1.500, perteneciente al marqués de Santa Cruz, y acabamos con otros 31 de 1.000, 800, 600, 400 y 200 toneladas..." A continuación, Drake se dirigió a Lisboa, donde también incendió algunos barcos y destruyó un gran número de suministros. Orgulloso de sus acciones, dijo que "le habían chamuscado la barba al rey de España". Además, causó graves daños a las pesquerías portuguesas del Algarve. En fin, Drake fue una auténtica calamidad para los españoles y, si hubieran llegado refuerzos (sólo contaba con 23 barcos), quizá podría haber disuelto la concentración de la Armada española. En todo caso, logró que se retrasara su partida, algo que, finalmente, resultó decisivo. En efecto, si la flota del marqués de Santa Cruz hubiera partido antes de finales de septiembre de 1587, como quería Felipe II, Alejandro Farnesio hubiera podido cruzar el Canal de la Mancha, como le diría en una carta a su rey: "De haber llegado el marqués cuando me dijo que le esperara, el desembarco podía haberse efectuado sin dificultad alguna, ya que ni ingleses ni holandeses se hallaban en condiciones de resistir a vuestra flota".

Duque de Medina Sidonia
         Uno de los hechos más desgraciados para España fue la muerte, el 30 de enero de 1588, del marqués de Santa Cruz, por lo que la expedición sufrió un nuevo aplazamiento. Lo más urgente en esos momentos era buscar un sustituto del marqués. La decisión, por supuesto, competía a Felipe II y, una vez más, no fue la más acertada, pues nombró a Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia, un "grande" de España, pero sin experiencia militar. En su favor hay que decir que no quiso aprovecharse de su nombramiento para alcanzar la gloria, y la prueba es que escribió al rey pidiéndole que le eximiera de su cargo.
         Y así, en este punto del relato, retomamos la narración de la partida de la gran Armada, con la que iniciamos este artículo, y donde ya dijimos que, nada más comenzar la expedición, el 30 de mayo de 1588, ésta  tuvo que refugiarse en los puertos españoles, tras ser sorprendida por una tormenta. Rápidamente, las noticias de este contratiempo llegaron a Inglaterra. Allí se exageraron sus consecuencias, llegando algunos a afirmar que la expedición española se retrasaría, al menos, un año más. Pero, como ya sabemos, el 19 de julio de 1588, fue visto el primer barco español, en las cercanías de Plymouth, lo que no pilló desprevenidos a los ingleses, pues mantenían la mayor parte de su flota preparada en aquel puerto.
         Las órdenes de Felipe II eran que la flota debía navegar por el Canal sin alejarse de la costa francesa y que, en caso de ser atacada, se dirigiera a Calais, donde Alejandro Farnesio estaría esperando con su ejército. Pero, como los españoles no vieron a ningún barco enemigo, decidieron dirigirse directamente a Inglaterra, para destruir a la flota enemiga en su propio terreno. La sorpresa de Medina Sidonia y sus hombres fue mayúscula cuando vieron que, antes de llegar a Plymouth, el almirante inglés lord Howard le salió a su encuentro. Al fin, los enemigos se encontraban frente a frente. Era el inicio de la lucha. En realidad, ésta se redujo a varios combates parciales, que se produjeron a lo largo de unas dos semanas. El primer enfrentamiento se produjo el 21 de julio, frente a Plymouth, y demostró la superioridad de los barcos ingleses, como escribiría más adelante el duque de Medina Sidonia: "Los barcos enemigos eran tan rápidos y manejables, que nada podíamos hacer contra ellos". Ciertamente, los pesados barcos españoles (mercantes armados, galeones o las galeazas), no podían competir con los ligeros barcos ingleses, mucho más rápidos y adecuados para combatir en alta mar. A esto debemos añadir la mejor organización de la Armada inglesa, desde la cuidada selección que hicieron de los marineros, hasta la coordinación que hubo en todo momento entre las flotas de los distintos jefes. Por último, también resultó ser decisivo el armamento, que condicionó la táctica a seguir por las dos escuadras. Así, los ingleses contaban con un gran número de cañones de largo alcance, mientras que, entre los españoles, predominaban los de medio y corto alcance. Esto hacía que la estrategia española se basara en intentar acercarse todo lo posible al enemigo, mientras que la inglesa consistía en procurar dañar los barcos españoles desde una distancia que no pusiera en peligro a los suyos.
         Lo más importante de este primer encuentro entre las dos flotas, más que las pérdidas en el lado español, fue que ayudó a reforzar el optimismo de los ingleses y, por el contrario, provocó la decepción entre los marineros españoles, cuando fueron conscientes de las dificultades que tendrían a la hora de abordar los barcos enemigos. En los días posteriores se produjeron otros combates, sin que en ninguno de los dos bandos existieran bajas significativas. Hubo que esperar al día 26 de julio para que sucediera algo significativo. Ese día, los barcos españoles pusieron rumbo a Calais, huyendo de los ingleses. Pero la formidable Armada española, en realidad, no se retiró porque se considerara vencida, sino porque se había quedado sin munición. Y es que, mientras los ingleses, en plena lucha, podían abastecerse de proyectiles en sus puertos, los españoles no podían hacer lo mismo. Para ello, necesitaban dirigirse a Flandes o que Alejandro Farnesio se reuniera con ellos en Calais. De esta manera, como los barcos españoles no podían hacer fuego contra los ingleses, éstos se podían acercar lo suficiente a los navíos españoles y utilizar, así, los cañones de corto alcance, las "culebrinas", mucho más certeras que los cañones de largo alcance. Por lo tanto, antes de ser destrozados por el incansable fuego de los ingleses, la Armada española se dirigió a Calais, a tan sólo 40 kilómetros de Dunkerke, donde esperaba Farnesio. Una vez en Calais, llegó un mensajero enviado por el duque de Parma, quien comunicó a Medina Sidonia que sus hombres no podían embarcar porque los puertos que estaban bajo su dominio en Flandes estaban siendo bloqueados por barcos holandeses, dirigidos por Justino de Nassau.
         El siguiente hecho destacable -y que acabaría decidiendo el signo del conflicto- sucedió la noche del 7 de agosto. Esa noche, los barcos españoles se encontraban anclados frente a Calais, colocados en posición defensiva. De repente, en medio de la negrura de la noche, aparecieron ocho brulotes (barcos incendiados, sin tripulación y cargados con explosivos) que provocaron el pánico entre los hombres de Medina Sidonia. Éste, sin tiempo para pensar, ordenó levantar anclas y navegar, huyendo de los brulotes. Pero, en la oscuridad, maniobrar resultaba difícil, y algunos barcos chocaron entre sí, otros encallaron en la playa y, en general, la flota quedó diseminada por la costa flamenca. En ese momento, como no podían volver a refugiarse en Calais, había que hacer un último esfuerzo por agruparse e intentar llegar hasta donde se encontraba Alejandro Farnesio y conseguir los tan ansiados refuerzos.

Alejandro Farnesio
         Pero, lógicamente, el contrario también juega y, en ese momento, la Armada española se encontró con un enemigo doble: Inglaterra y la Naturaleza. El primero de ellos, con la moral por todo lo alto de sus hombres y con la contundencia de sus cañones, les impedía realizar la maniobra de aproximación a las costas de Flandes. El segundo de sus enemigos, la Naturaleza, mostró su rostro más violento, metamorfoseándose en una desgarradora tormenta que se convirtió en el mejor aliado de los ingleses, puesto que, con una fuerza superior a cualquier otra, alejó los barcos españoles, ahora de forma definitiva, de su última esperanza, Alejandro Farnesio. Al día siguiente, y como la tormenta no amainaba, Medina Sidonia, sin saber realmente qué era lo mejor que se podía hacer, decidió que, siguiendo la dirección hacia donde les empujaban los vientos, dieran la vuelta por Escocia e Irlanda para regresar a España sin volver a encontrarse a sus diabólicos enemigos. Los ingleses, por su parte, siguieron a la Armada española hasta que, cuando vieron que se perdía entre la niebla del mar del Norte, Drake dijo que "era mejor dejarles a cargo de aquellos y agitados y rudos mares norteños".
         Los males, sin embargo, no terminaron para la expedición española, puesto que, a las bajas que hasta entonces se habían producido, hubo que sumar la de unos 20 barcos que naufragaron en las costas de Irlanda. La mayoría de los marineros que sobrevivieron a los naufragios fueron asesinados.Y, en cuanto a los marineros de los barcos que esquivaron el naufragio, muchos de ellos murieron en la travesía o después de llegar a España, debido a la gravedad de sus heridas o por enfermedades que se convirtieron en mortales al escasear los alimentos y el agua durante su viaje de regreso.

                                     Galeaza española
       En definitiva, de 130 barcos que partieron de Lisboa, la Armada española perdió unos 63. A mediados de septiembre llegó a Santander el duque de Medina Sidonia. Cuando Felipe II supo de su regreso fue consciente de la derrota y, aún así dijo: "Doy gracias a Dios todopoderoso, por cuya magnanimidad estoy dotado de tal poder que, si quisiera, podría lanzar otra flota a los mares. No es de gran importancia el que un arroyo sea interceptado en su cauce, siempre y cuando la fuente de donde procede siga manando de manera inextinguible". Otra de las frases que, tradicionalmente, se le atribuye a Felipe II, la pronunció al conocer el informe que hizo de los hechos el duque de Medina Sidonia: "Yo envié mis naves a luchar con los hombres, no contra los elementos". En todo caso, el rey de España parecía aceptar que lo sucedido había sido voluntad de Dios, y demostró una gran humanidad con los soldados y marinos que de forma tan honrosa habían defendido a España, empezando por su máximo responsable, el duque de Medina Sidonia, al que no culpó de la derrota. Muy distinta fue la actitud de Isabel I con los suyos, los héroes que salvaron a la antigua Albión de la invasión extranjera. Así, en una sorprendente carta escrita por el almirante lord Howard, éste decía: "Es lastimoso presenciar cómo los hombres padecen después de haber prestado tal servicio. Valdría más que Su Majestad la Reina hiciera algo en su favor y no los dejara llegar a semejante extremo, porque en adelante quizá tengamos que volver a necesitar de sus servicios; y si no se cuida más de esos hombres y se les deja morir de hambre y de miseria, será muy difícil conseguir su ayuda".
         Indudablemente, la derrota española fue incuestionable, aunque se ha magnificado por muchos historiadores ingleses del pasado. Actualmente, sin embargo, todos parecen estar de acuerdo en que esa derrota no acabó con la fuerza naval española, pues los ingleses no pudieron romper el sistema de comunicaciones del Imperio español, e, incluso, sufrieron algunas estrepitosas derrotas en años posteriores, como en 1591, cuando uno de sus mejores barcos, el Revenge, cayó en manos de los españoles, o en 1595, cuando fracasó la expedición de Drake y Hawkins en América.
         El desastre de la Armada Invencible no supuso el final de la guerra anglo-española. La paz definitiva no llegó hasta 1604, cuando ya habían desaparecido de la escena Felipe II e Isabel I, quienes, al igual que sucediera en el conflicto entre Carlos V y Francisco I, llegaron al final de sus días sin poder disfrutar del sabor de una victoria absoluta y definitiva sobre su rival.
     

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