"Don Juan de Austria", por Sánchez Coello |
Para el Congreso de Profesores de este Curso 2014/2015, tras
leer el libro “Don Juan de Austria”, de Bartolomé Bennassar, he decidido
escribir una breve semblanza sobre esta interesantísima figura histórica. El
libro fue editado por Temas de Hoy, dentro de su colección de Historia.
Don Juan de Austria es una de las piezas
imprescindibles del engranaje de la compleja maquinaria de la monarquía
hispánica del Siglo de Oro. O, mejor dicho, de los “Siglos de Oro”, es decir,
el XVI y XVII, la época de los Austrias. Es, por otro lado, un personaje
singular, cuya existencia estuvo marcada por una circunstancia decisiva: su
ilegitimidad. Su padre, el emperador Carlos V y rey de “las Españas”, lo había
concebido en Alemania, siendo ya viudo, unos meses antes de la batalla de
Mühlberg. Al poco de nacer fue separado de su madre, Barbara Blomberg, y quedó al cuidado, en Bruselas, de Luis de Quijada,
Ayuda de Cámara de Carlos V. Después, con algo más de tres años, fue enviado a
España, aprovechando el emperador que uno de sus músicos le había planteado
retirarse para, así, poder reunirse con su mujer en una pequeña finca que
tenían en Leganés. Carlos V aceptó la petición de jubilación de su músico, pero
le dijo que tenía que llevar consigo a un niño que debía ser educado en España,
pretextando que era un hijo ilegítimo de un noble de su Corte.
En Leganés, el pequeño Jerónimo o Jeromín
–así fue conocido durante su infancia- disfrutó durante más de tres años de una
libertad casi total, y sus días estuvieron consagrados a los juegos con otros
niños. Sin embargo, cuando el emperador se enteró de que su hijo no estaba
recibiendo la educación adecuada, decidió que ésta debía estar supervisada por
su Ayuda de Cámara, el ya citado Luis de Quijada y su mujer, Magdalena de Ulloa
quien, con el tiempo, acabaría
convirtiéndose en la auténtica madre del futuro héroe.
Comenzaba, desde 1554, a los siete años, una
nueva etapa para Jeromín, ahora en el castillo de Villagarcía de Campos, cerca
de Valladolid. Naturalmente, la verdadera identidad del niño continuaba siendo un
misterio y sólo dos o tres personas conocían la historia real. Una de ellas era
el propio Luis de Quijada. Ni siquiera su mujer, Magdalena de Ulloa, sabía la
verdad aunque, a medida que pasaba el tiempo, se fue dando cuenta de que su
marido le ocultaba algo, y más aún
después de que, cierto día, tras producirse un incendio en el castillo, Quijada
se esforzó más en salvar a Jerónimo que a ella misma. Los cinco años que pasó
en el castillo de Luis de Quijada resultaron ser de vital importancia para
Jerónimo. En primer lugar porque, esta vez sí, recibió una educación muy
completa de la mano de buenos maestros. Además, Magdalena de Ulloa se encargó
de inculcarle los valores que ella misma profesaba y que se regían por la
religión y la caridad. Por último, las charlas con Luis de Quijada, en las que
le narraba las hazañas del emperador, le sirvieron para estar al tanto de lo
que ocurría en el mundo y, en definitiva, para despertar en su interior los
sueños de gloria.
Tras la abdicación de Carlos V, en 1556,
éste decidió pasar los últimos años de su vida en el monasterio de Yuste y, muy
pronto, mostró sus deseos de ver a su hijo secreto. Incluso obligó a Quijada a
establecer su residencia en Cuacos, muy cerca del monasterio. Estaba claro que
el emperador quería tener a su hijo cerca de él. Los encuentros entre padre e
hijo fueron muchos, y no podemos dejar de preguntarnos qué pensaría aquel niño
de sus visitas continuas a uno de los hombres más poderosos del mundo. Por otro
lado, es evidente que el pequeño fue del agrado del viejo emperador pero, aún
así, no se decidió a hacer pública su paternidad. Finalmente, dejó a su hijo
Felipe la misión de aclarar públicamente el misterio, pero éste tenía que
hacerlo después de que Carlos V hubiera muerto. Además, en unas instrucciones
que le dejó por escrito, le detallaba los pasos que debía seguir con Jerónimo.
Así pues, tras la muerte del emperador, las cosas se pusieron en su sitio y por
fin Felipe II pudo abrazar a su hermano que, desde entonces, dejó de llamarse
Jerónimo. Acababa de “nacer” don Juan de Austria.
Me ha gustado mucho el tratamiento que
Bennassar ha dado a su figura: lejos de una visión apasionada, intenta ser lo
más objetivo posible tanto con él, como con el otro protagonista del libro,
Felipe II. En cuanto a don Juan, el hispanista francés huye del halago
gratuito, aunque no deja de reconocer sus méritos cuando cree que es de
justicia hacerlo. Y, en lo que se refiere a Felipe II, Bennassar se ha
preocupado en desmontar la hipótesis defendida tradicionalmente por muchos
historiadores, que retratan al Rey Prudente como una persona envidiosa y
cicatera con su hermano. Efectivamente, en numerosas ocasiones se ha dicho que
Felipe II no consintió en elevar a su hermano al rango de Alteza Real, por lo
que su tratamiento se limitaba al de Excelencia o Ilustrísimo. Ciertamente, en
defensa de Felipe II debemos decir que en este asunto no hizo más que cumplir
con la voluntad de Carlos V. Es más, concedió a su hermano más dignidades de
las indicadas por su padre como, por ejemplo, hacerle miembro de la Orden del
Toisón de Oro, nombrarle Capitán General del Mar, a los 21 años, o procurarle
la mejor educación posible, en una de las más prestigiosas Universidades de
España, la de Alcalá de Henares, donde coincidió con sus sobrinos don Carlos, que
era el hijo de Felipe II, y Alejandro
Farnesio, el hijo de Margarita de Parma. Por otro lado, Bennassar también
insiste en que Felipe II no sintió jamás envidia de su hermano, puesto que era
él quien le encomendaba a don Juan las misiones militares y también era él
quien más se alegraba de sus éxitos.
Hablando de éxitos militares, fue en la
vida castrense donde brilló con luz propia don Juan de Austria. A los 18 años
ya quiso dar muestras de su valor al intentar, en secreto, embarcarse en
Barcelona para participar en la defensa de Malta, donde los caballeros de la
Orden de Jerusalén estaban siendo atacados por los turcos. Finalmente fue
interceptado por los hombres enviados por Felipe II, que pusieron fin a la
aventura romántica de don Juan.
La primera vez que participó de forma
activa en el campo de batalla fue con ocasión de la Rebelión de los moriscos,
en la sierra de las Alpujarras de Granada. Allí fue donde conoció el horror y
la crueldad, auténticos rostros de las guerras, que nada tenían que ver con los
ideales caballerescos que hasta entonces tenía de ellas.
Pero fue en Lepanto donde don Juan se
convirtió en un héroe y, tanto su
participación directa como sus valientes decisiones tácticas resultaron
determinantes. Recordemos que esta gran batalla naval se produjo después de que
los turcos arrebataran Chipre a los venecianos, por lo que los otomanos amenazaban
seriamente el sur de Europa, incluidos los territorios del Papa. Fue por esto
por lo que Pío V convocó la Santa Liga, constituida en mayo de 1571. Al frente,
como Generalísimo de la Armada, se acordó que estaría don Juan de Austria. La
batalla tuvo lugar el 7 de octubre, y el resultado fue aplastante para los
aliados cristianos, a pesar de la igualdad de fuerzas entre ambas escuadras.
Sin embargo, aunque la victoria de la
Santa Liga fue indiscutible, algunos historiadores defienden que fue un
acontencimiento sin grandes consecuencias puesto que, un año después, la Armada turca ya
se había rehecho. Este es el mismo argumento que utilizó el gran visir Mehemed
Sokolli con un diplomático veneciano, al que intentaba convencerle de la
futilidad de la victoria cristiana pronunciando estas palabras: “Hay una gran
diferencia entre nuestra situación y la vuestra. Al conquistar Chipre os
cortamos un brazo, mientras que, destruyendo nuestra Armada, sólo nos habéis
afeitado la barba. Un brazo cortado no puede volver a crecer; mas la barba,
después de afeitada, crece de nuevo con más fuerza”. Esto no dejaba de ser una
verdad a medias, puesto que, indudablemente, el triunfo de la Santa Liga,
además de la liberación de miles de cautivos cristianos y del aniquilamiento de
la Armada enemiga fue de gran trascendencia por un aspecto que no podemos
olvidar: el efecto disuasorio que tuvo sobre los turcos. Ciertamente, desde
entonces, los otomanos se lo pensaron dos veces antes de enfrentarse a los
aliados cristianos, pues sabían que, si cometían otro error, ya no tendrían los
recursos suficientes para reconstruir su Armada tan rápidamente como hicieron
tras Lepanto.
El final de sus días lo encontró don Juan
de Austria en el “avispero” de los Países Bajos, donde fue enviado por Felipe
II para intentar atajar la Rebelión comenzada en 1566. Al llegar don Juan, en
1576, la situación era crítica: los tercios hacía meses, algunos incluso años,
que no cobraban, por lo que, desesperados, saquearon Amberes. Lo único que
consiguieron fue que la reacción de los rebeldes se hiciera aún más cruenta,
hasta el punto de que muchos católicos dejaron de ver con buenos ojos a los
españoles que, finalmente, tuvieron que ceder y firmar la “Pacificación de
Gante”. Esto significó la retirada de muchas tropas españolas y, por tanto, el
desvanecimiento del sueño de don Juan; la imposibilidad de llevar a cabo el
plan por el que, quizá, aceptó ir a los Países Bajos. Dicho plan consistía en,
una vez controlada la Rebelión, utilizar las tropas de Flandes para, tras
desembarcar en Inglaterra, destronar a Isabel I y convertirse él mismo en el
rey de los ingleses, mediante su matrimonio con María Estuardo, por entonces
prisionera de la Reina Virgen.
Desgraciadamente, Flandes fue una
auténtica trampa para don Juan. La dureza de la guerra y la honda impresión que
le produjo la muerte de su secretario, Juan de Escobedo, le fueron debilitando
hasta que, en el verano de 1578 murió a las afueras de Namur, en un palomar que
se acondicionó improvisadamente con tapices flamencos. Después vendría el traslado de sus restos al Escorial
y unos funerales que no tuvieron nada que envidiar, por su excentricidad, a los organizados por Juana la Loca para Felipe el Hermoso.
Resulta paradójico que don Juan, hijo del
todopoderoso Carlos V, que luchó casi toda su vida por conseguir el título de
Alteza Real y un Reino terrenal sobre el que poder gobernar, encontrara la
muerte en un palomar en medio del campo, en ese infierno en el que se convirtió
Flandes para la monarquía hispánica. Quizá en sus últimas horas, sumido en el
coma que le provocó la enfermedad que padeció, recordara sus años en Leganés,
sus interminables juegos con otros niños, sus años más libres. Y, quizá,
también llegó a preguntarse si había merecido la pena dejar de ser un día
Jerónimo para morir, después de todo, simplemente como don Juan de Austria.
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