martes, 22 de enero de 2013

Martín Lutero. El hombre (1483-1546)

     
         Martín Lutero, Por Lucas Cranach.

     

         Hace pocos días, el 3 de enero, se cumplieron 492 años desde que el Papa León X excomulgara a Lutero (3 de enero de 1521). Y, también desde hace unos días, la ciudad de Belfast está siendo protagonista en los medios de comunicación, después de que volvieran a producirse graves enfrentamientos entre católicos y protestantes. El resultado ha sido el de cientos de heridos y decenas de detenidos, entre los que se encuentran muchos menores de edad. Los disturbios de Belfast se están produciendo porque las autoridades han decidido limitar el número de días que la bandera británica, desde ahora, va a estar izada en el Ayuntamiento. La respuesta de los protestantes no se hizo esperar y el conflicto, con seguridad, no tendrá una solución fácil.
         La lectura de las noticias que llegaban de Belfast me ha llevado a escribir un artículo sobre la Reforma protestante, teniendo en cuenta, además, que es un tema que hemos estudiado hace poco. Sin embargo, más que un análisis sobre la Reforma en sí, sobre el sentido de ésta o de las distintas "versiones" o doctrinas, el artículo pretende descubrir sus aspectos más "íntimos", procurando dar una visión de Martín Lutero como hombre, más que como el creador de la doctrina luterana, por lo que incidiremos en aspectos tales como su educación, su entorno familiar o los motivos personales que le condujeron a realizar la Reforma.
         Martín Lutero, sin lugar a dudas, fue uno de los "frutos" producidos por el Renacimiento que, a su vez, puede considerarse como una de las etapas más fértiles que nos ha dejado la Historia. Cuando pensamos en el "Renacimiento", rápidamente se nos vienen a la cabeza imágenes como la Venus de Botticcelli o la del perfecto Adán de Miguel Ángel. El Renacimiento, sin embargo, fue mucho más que un Arte sublime; fue, esencialmente, un cambio de mentalidad, que trajo consigo una nueva forma de concebir el mundo. De esta manera, el Renacimiento supuso una "protesta", una reacción contra el estado de las cosas al que se había llegado a finales de la Edad Media. Esto hizo que los europeos dirigieran su mirada hacia atrás, con el principal objetivo de recuperar la confianza en sí mismos, en el género humano, tomando como modelo la cultura de la Antigüedad Clásica. Y los hombres, de forma consciente, en un momento en el que se estaba superando la gran crisis del S. XIV, quisieron ser protagonistas de esos cambios.
         Sin embargo, cuando se trata de seres humanos, la forma de "reaccionar" no es siempre la misma, por lo que, según se tratara de un lugar u otro, de un país u otro, el sentido que adoptó dicha reacción fue distinto, pero con un elemento común: el interés por el ser humano que, aunque creado por Dios, también tenía una serie de derechos terrenales. Entre ellos estaba el derecho a cuestionar las cosas y a observar la realidad con un espíritu crítico, que fue el que adoptaron hombres como Maquiavelo, Miguel Ángel o Lutero, partícipes todos ellos en la construcción de ese nuevo mundo que estaba naciendo. En el caso de Martín Lutero, sus circunstancias personales, la situación alarmante en la que se encontraba la Iglesia católica y el momento histórico que le tocó vivir, fueron los factores que condicionaron su forma de pensar y los que le dieron el valor necesario para enfrentarse al mayor reto que tuvo que afrontar, que no fue otro que el de permanecer fiel a sus ideas, aun a costa de poner en riesgo su propia vida.  
         Martin Luder -así se llamaba realmente, pues fue más tarde cuando cambió su apellido a Luther- nació en 1483 en Eisleben, Turingia (Alemania). Sus padres, fervientes católicos, eran unos modestos aldeanos, aunque su padre comenzó a prosperar económicamente después de ser contratado en una explotación minera de Mansfeld, en la que entró a trabajar como un simple obrero y terminó siendo uno de sus socios capitalistas. Como ya hemos dicho, la educación tendría gran influencia en el futuro reformador, tanto la recibida de sus padres, en el hogar familiar, como la de sus primeros maestros, en la escuela primaria. En ambos casos, se caracterizó por ser extremadamente estricta, como quedó ilustrado en algunos pasajes narrados por el mismo Lutero, años después. Por ejemplo, siendo un niño de pocos años, un día su madre le pegó con tanta violencia que le hizo sangrar, tan sólo porque se había comido una nuez sin pedir permiso. Sin embargo, a pesar de lo estrictos que fueron sus padres, Lutero siempre mostró hacia ellos su agradecimiento, cariño y gratitud.
         Del colegio también recordaría la dureza con la que él y sus compañeros eran tratados. Bastaba con equivocarse en el ejercicio de la lectura de un texto, para ser golpeados, incluso en la cabeza. En otras ocasiones eran azotados; hasta quince azotes llegó a recibir el pequeño Martín un nefasto día, que se convertiría, con el paso de los años, en uno de sus recuerdos imborrables. "Nuestros maestros se portaban con nosotros como verdugos contra ladrones", llegó a escribir Lutero.
         En cuanto a su educación religiosa, aunque le enseñaron imágenes amables y agradables como la de la Virgen o los ángeles, lo que más le marcó fue la visión que le dieron de Dios, descrito como un Padre implacable, que podía castigar a los que pecaban con lo más temido por todos: la privación de la salvación del alma; incluso llegó a asociar a Dios con el recuerdo del maestro que le propinó los quince azotes.
         La severidad con la que fue educado, por tanto, influiría notablemente en el carácter de Lutero y, siendo un adolescente, ya se mostraba como una persona un tanto introvertida, aunque, al mismo tiempo, se distinguía por su aplicación en los estudios y su gran interés por aprender. En definitiva, era un buen estudiante, incluso brillante, cualidades que fueron observadas por su padre, quien pensó que lo mejor para su hijo era que continuara su formación en la Universidad y estudiara la carrera de Derecho. Así pues, en 1501, cumpliendo la voluntad de su padre, Martín se trasladó a Erfurt, en cuya Universidad debía estudiar Leyes. Pero antes, también en Erfurt, tuvo que hacer los cursos de preparación, en la Facultad de Artes. Durante esta etapa, hasta 1505, se dedicó, principalmente, al estudio de la Filosofía y, rápidamente comenzó a destacar entre los demás alumnos, quienes le llamaban "el sabio filósofo". Además de la Filosofía, centrada en la figura de Aristóteles, también pudo estudiar y apreciar a los grandes poetas y prosistas de la Antigüedad clásica, como Ovidio, Virgilio o Cicerón.
         Esos cuatro años de preparación fueron, ciertamente, unos años de trabajo intenso, y todos pudieron comprobar la pasión de Martín por el estudio. Además, comenzó a despertar la admiración entre los que le rodeaban, tanto compañeros como profesores y, por último, también en estos años se nos muestra ya como una persona profundamente religiosa, que no dejaba de asistir a misa cada mañana, antes de comenzar a estudiar.
         De esta forma, Lutero obtuvo su primer grado en la Universidad de Erfurt, en septiembre de 1502 y, unos meses después, protagonizó una curiosa anécdota, sin importancia aparente, pero que, en realidad, nos sirve como muestra de uno de los rasgos más significativos del joven estudiante: su gran terror ante la muerte inesperada y el miedo a Dios, que le llevaba a exagerar la gravedad y trascendencia de ciertas situaciones. En esta ocasión a la que nos referimos, Martín se dirigía a pie junto a un amigo hacia Mansfeld, donde residían sus padres, cuando se hizo un profundo corte en la pierna con el cuchillo que llevaba colgado en la cintura. La sangre comenzó a brotar abundantemente de su pierna, por lo que su amigo decidió regresar a Erfurt para buscar un médico. Mientras éste llegaba, Lutero creyó encontrarse al borde de la muerte, pero, aún así, no se atrevió a pedir ayuda a Dios, pues consideraba que un pecador como él no la merecía.
         Posteriormente, en enero de 1505, logró el título de maestro en Filosofía. Había concluido su primer ciclo en la Universidad. Ya estaba preparado para iniciar sus estudios jurídicos, lo que comenzó a hacer bajo la atenta mirada de su padre, quien se sentía tan orgulloso de él que, como muestra de admiración, dejó de tutearle. Sin embargo, Lutero no se entusiasmó cuando tuvo entre sus manos los libros de leyes y sí, en cambio, cuando, por aquel entonces, comenzó a estudiar la Biblia. A medida que iba profundizando su conocimiento de las Sagradas Escrituras, aumentaba también en él su religiosidad, así como su sentimiento de culpabilidad y preocupación por la salvación. El hecho de que no le gustaran los estudios de Derecho, su constante preocupación por la muerte y la angustia ante la incertidumbre de la salvación, provocó que Lutero cayera en continuas depresiones. Cuando las superaba, su estado de ánimo se volvía eufórico, hasta que volvían la depresión y la angustia, como sucedió al enterarse de la muerte violenta  de uno de sus  mejores amigos.
         La muerte de su amigo influiría poderosamente en Lutero y tuvo mucho que ver en una de las decisiones más importantes que tomaría a lo largo de su vida: hacerse monje. En efecto, unos meses después de iniciar sus estudios de Derecho, el 2 de julio de 1505, Lutero, tras visitar a sus padres en Mansfeld, se dirigía a pie hacia Erfurt cuando, súbitamente, estalló una gran tormenta. Casi sin darse cuenta, un rayo cayó tan cerca de él, que le derribó. Y, como sucediera cuando sufrió el accidente de la herida en la pierna, de nuevo el miedo se apoderó de él; otra vez pensó que había llegado su final. Presa del pánico, invocó a Santa Ana y, mientras le pedía que le salvara, le prometió que, a cambio de su salvación, se haría monje. Unos días después comunicó a sus amigos su decisión de ingresar en un convento. Lo mismo hizo con sus padres. Nadie podía explicarse el porqué de esa drástica determinación, pero el caso es que fue irrevocable, a pesar del disgusto de sus amigos y la gran decepción de su padre.
         Así pues, el 17 de julio de 1505, es decir, tan sólo quince días después del incidente de la tormenta, Martín Lutero ingresó en el convento de los agustinos de Erfurt, donde fue admitido como novicio cuatro meses después. Finalizado el período de un año del noviciado, cumplió con su obligación de hacer los votos que le unirían definitivamente a los agustinos. Dos años después, en 1507, fue ordenado sacerdote en la catedral de Erfurt. Allí, pues, celebró su primera misa, ante sus amigos, familiares y los otros monjes agustinos de su convento. En un momento de tal solemnidad, no pudo contener su emoción, incluso el miedo, pues en esos momentos se convertía en alguien muy especial, que tenía como misión hacer de intermediario entre los fieles y Dios.
         Tras ser ordenado sacerdote, sus superiores pensaron que Lutero debía estudiar Teología en la Universidad de Wittenberg, ciudad donde se trasladó en 1508. A pesar de todo, a pesar de llevar una vida modélica consagrada a Dios y a los demás, el joven monje no terminaba de encontrar la paz espiritual que con tanta ansia buscaba. Quizá por eso, en 1510, sus superiores le encomendaron una misión en Roma, hasta donde debía viajar representando a su convento y a otros seis conventos agustinos de Alemania. El viaje lo inició Lutero en el otoño, y no regresaría a Wittenberg hasta la primavera de 1511. Su viaje a Roma, que inició con gran ilusión, acabó convirtiéndose, como todos sabemos, en otro de los hechos trascendentales vividos por el monje alemán.
         El camino hasta Roma duró varias semanas y, lo primero que llamó la atención a Lutero cuando llegó a Italia fue el lujo de los distintos conventos en los que se alojó antes de llegar a su destino. Como él mismo diría después, más que conventos parecían palacios, pues estaban ricamente decorados y ofrecían unas comodidades impensables para un modesto monje alemán. Por ejemplo, en los días de ayuno, la comida de los conventos italianos era más abundante que la de los días especiales en los conventos alemanes. Incluso fue echado de un convento cuando se atrevió a recriminar a los monjes que no debían comer carne los viernes.
         Al llegar a Roma, le asombró la decadencia de una ciudad que llegó a ser la capital del mundo en la Antigüedad y que, en esos momentos, mostraba a los visitantes su cara más provinciana. Así, por ejemplo, en el antiguo Foro había un mercado de cerdos, y no era raro ver pastar a las vacas entre las ruinas de los que antaño fueron edificios gloriosos. Su mayor decepción, sin embargo, fue comprobar con sus propios ojos la degradación espiritual de la ciudad y, más aún, cuando allí esperaba respirar un ambiente de sincera religiosidad, que pudiera satisfacer sus deseos de encontrarse más cerca de Dios que nunca. Así, recorrió numerosas iglesias y conventos y celebró varias misas. Incluso llegó a lamentarse, como confesaría después, de que sus padres vivieran todavía, pues le hubiera gustado ofrecer esas misas para sacar sus almas del purgatorio. Muy lejos de todo eso, a medida que iba transcurriendo su estancia en Roma, su tristeza iba creciendo y, una vez que logró quitarse el velo de piedad que tenía ante sus ojos, lo que se mostró ante ellos fue una ciudad corrompida por los placeres mundanos, de los que no eran ajenos los numerosos clérigos que allí vivían, empezando por el Papa Julio II, más preocupado por los asuntos militares y por los encargos de costosas obras de Arte que por la dirección espiritual de los cristianos.
         Una de las peores impresiones que Lutero se llevó de Roma fue la falta de vocación de los sacerdotes, que pudo observar cuando éstos celebraban la misa. De ellos llegó a decir que "cumplían con sus funciones sagradas como los artesanos con un trabajo pagado". En cuanto a los cardenales, su situación era aún peor, pues, muchos de ellos, se habían convertido en ricos caprichosos que gastaban incluso más de lo que tenían, por lo que vivían rodeados de riquezas, pero también de deudas. Por último, como también sabemos, lo que más le indignó fue observar con sus propios ojos cómo se vendían miles de indulgencias con el objetivo de recaudar dinero para sufragar las obras de la nueva basílica de San Pedro.
         Roma, en definitiva, supuso para Lutero una enorme decepción. Él no lo sabía, pero, al abandonar la ciudad eterna, en su corazón llevaba ya la semilla que, unos años después, dio lugar al nacimiento de la Reforma.
   

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